Amélie Nothomb, de familia belga y origen japonés, muestra desde una mirada inocente las estrictas jerarquías que gobiernan el mundo del trabajo en su tierra natal. Estupor y temblores representa los sentimientos encontrados sobre el lugar natal donde las interacciones se rigen por una mentalidad foránea que no penetra en la formación propia.
La narradora aparece encerrada en una torre de cristal donde sus tareas se supeditan a distintos niveles de autoridad. Se encuentra en el margen entre occidente y oriente, con conocimiento de sus lenguas pero sin nunca poder insertarse realmente en la sociedad nipona. Es vista como una extranjera que debe aprender a obedecer y a mimetizarse (sin éxito) con el ambiente. Cuando su mirada halla los ventanales, juega a escapar a la calle.
“Lejos, muy lejos, se veía una ciudad tan lejos que dudaba haberla pisado jamás”.
Tras una serie de trabajos triviales como “desplazadora-volteadora de calendarios” o fotocopiadora humana, la protagonista se percibe a sí misma como el icónico engranaje de la máquina vuelto símbolo de la revolución industrial y la producción en masa.
“Si nuestra inteligencia no interviene, nuestro cerebro se duerme”.
Por momentos las secuencias que describe la narradora nos retrotraen a las cadenas de ensamblaje tan bien representadas por Charles Chaplin o las condiciones asfixiantes reflejadas en las escrituras de Charles Dickens. Cierta malicia y desesperación se cuelan a través de las palabras de Nothomb donde encontrar un respaldo en un mundo que se caracteriza por su aceleración es casi imposible. Es así como desde la cadena de ensamblaje de la época industrial hasta la actualidad, los tiempos han cobrado un ritmo infrahumano. Las consecuencias de la revolución que estamos viviendo hoy con la creciente “maquinización” de los trabajos nos lleva a vislumbrar la llegada de la inteligencia artificial como un nuevo rumbo donde sobrevivirán aquellos seres que tengan cualidades especiales que no pueden ser replicadas. La protagonista de Estupor y temblores nos hace sentir nuestra fragilidad y sensación de dispensabilidad, productos de una falta de estimulación.
El tiempo es un concepto eterno en esta historia donde la narradora no puede acabar con su suplicio de realizar tareas insignificantes, el paso de las horas se extiende hasta cuestionar el sentido de su existencia.
“No tienes ninguna posibilidad ni de ser feliz ni de hacer feliz a nadie”.
En Japón la existencia se mide a través de la empresa, donde la obligación es sacrificarse por los demás y el único acto de gran honor que parece existir es el suicidio. Pareciera que el objetivo de su superiora es hacerle reconocer sus limitaciones y estar agradecida por ello. Asombra como desde una cultura lejana, aparecen guiños a la lectura de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez con el pelotón de ejecución y la mención del campo semántico del hielo que evocan un entorno hostil.
La narradora no toma conciencia de lo importante que es para ella el reconocimiento de su superiora japonesa hasta que le llega aquella carta que verifica su sentido lejano de pertenencia a la sociedad donde yacen sus raíces.
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